viernes, 27 de diciembre de 2013

Demasiada Felicidad - Alice Munro (Fragmento)


Alice Munro, Premio Nobel de literatura 2013





El tren para Estocolmo estaba esperando, como le habían prometido, en el concurrido puerto de Helsingborg, mucho más grande y animado que su primo hermano y casi homónimo del otro lado del estrecho.

Aunque los suecos no sonrían, la información que te dan es correcta. Un mozo cogió las maletas de Sofía y las sostuvo mientras ella buscaba unas monedas en el bolso. sacó un buen puñado y se las puso al hombre en la mano, pensando que eran danesas; ya no iba a necesitarlas.

Eran danesas. Él se las devolvió y le dijo en sueco:
-No sirven.
-Es lo único que tengo- replicó Sofía, y se dio cuenta de dos cosas. Estaba mejor de la garganta y no tenía dinero sueco. El mozo dejó las maletas en el suelo y se marchó. Dinero francés, dinero alemán, dinero danés. Sofía se había olvidado del sueco.

El tren soltaba vapor, los pasajeros subían mientras Sofía seguía allí con su dilema. No podía cargar con las maletas, pero si no las cargaba tendría que dejarlas. Agarró las diversas correas y echó a correr. Corrió tambaleándose y jadeando, con dolor en el pecho y bajo los brazos y las maletas golpeándose las piernas. Había que subir escaleras. Si se paraba para recuperar el aliento llegaría tarde. Subió los escalones. Con lágrimas de autocompasión suplicó que el tren no se fuera. Y no se fue. No hasta que el revisor, al asomarse para cerrar la puerta, cogió a Sofía por un brazo y logró aferrar también las maletas y auparlo todo.
Salvada, Sofía se puso a toser. Intentó expulsar algo del pecho con la tos. Expulsar el dolor del pecho. El dolor y la tensión de la garganta. Pero tuvo que seguir al revisor al compartimento, riéndose, triunfal, entre los accesos de tos. El revisor vio que en un compartimento había personas sentadas y llevó a Sofía a otro vacío.

-Tiene usted razón. Ponerme donde no debo dar lata- dijo Sofía radiante -. No tenía dinero. Dinero sueco. De todas las clases menos sueco. He tenido que correr. No creía que fuera a poder...

El revisor le dijo que se sentara y se tranquilizara. Salió y volvió sin tardanza con un vaso de agua. Mientras bebía, ella pensó en la pastilla que la habían dado y se la tomó con el último sorbo. Se le calmó la tos.

-No debe hacer esas cosas- dijo el revisor-. Mire cómo respira. Le va a reventar el pecho.

Los suecos eran muy francos, además de reservados y puntuales.
-Espere- dijo Sofía. Porque había algo más que aclarar, le parecía casi que no lo aclaraba, el tren no podría llevarla a su destino-. Espere un momento. ¿Sabe algo de...? ¿Sabe si hay viruela en Copenhague?.
-No lo creo- respondió el revisor. Se despidió con una inclinación de cabeza, rígida pero cortés y se marchó.
Gracias. Gracias- contestó ella en voz bien alta cuando salió el revisor.

Sofía no se ha emborrachado en su vida. Si ha tomado alguna medicación que pudiera aturdirla se ha quedado dormida antes de que su cerebro se alterase, por eso no tiene nada con que comparar la extraordinaria sensación -el cambio en la percepción- que serpentea en su interior en esos momentos. al principio le pareció simple alivio, la magnífica aunque absurda sensación de ser una privilegiada por haber logrado cargar con las maletas y llegar corriendo al tren.

Después sobrevivió al golpe de tos y a la presión que sentía en el corazón y se olvidó casi de la garganta.
Pero hay algo más, como si su corazón pudiera seguir dilatándose, recobrando su estado normal, y continuar aligerándose y renovándose y resoplando, casi cómicamente, para abrirse camino. Incluso la epidemia en Copenhague podía convertirse en la peste de una balada, en parte de un antiguo relato. Como su propia vida, con sus contratiempos y sus penas transformándose en simples imaginaciones. Hechos e ideas iban adquiriendo un perfil nuevo visto a través de las láminas de una inteligencia despejada, con una óptica diferente.

Esto le tajo a la memoria una experiencia. fue la primera vez que se tropezó con la trigonometría, cuando tenía doce años. El profesor Tirtov, un vecino de Palibino, había dejado un texto escrito recientemente, pensando que podría interesarle al padre de Sofía, el general, por sus conocimientos de artillería. Sofía lo encontró en el despacho y por casualidad lo abrió por el capítulo que trataba de óptica.

Empezó a leerlo, a observar los diagramas, y llegó a la conclusión de que pronto sería capaz de entenderlo. Nunca había oído hablar de senos ni cosenos, pero sustituyendo la cuerda de un arco por el seno, y gracias a la feliz circunstancia de que en los ángulos pequeños casi coinciden, pudo introducirse en aquel lenguaje nuevo y gozoso.

Entonces no se llevó una gran sorpresa, pero sí una gran alegría.
Esos descubrimientos eran posibles. Las matemáticas eran un don natural, colo la aurora boreal. No estaban mezcladas con nada en absoluto, ni con artículos, ni premios, ni colegas, ni diplomas.

El revisor la despertó un poco antes de que el tren llegara a Estocolmo.
Sofía preguntó:
-¿A qué día estamos?
-Viernes.
-Bien. Bien. Voy a poder dar mi conferencia.
-Cuide su salud, señora.

A las dos, Sofía estaba tras el atril y dio una conferencia con soltura y coherencia, sin dolores ni toses.El delicado zumbido que le recorría el cuerpo, como por un cable, no le afectó la voz. Y la garganta parecía cuadrada. Cuando acabó se fue a casa, se cambió de vestido y tomó un coche para ir a la recepción a la que estaba invitada en la cada de los Gulden. Estaba de buen humor y habló animadamente de sus impresiones de Italia y el sur de Francia, pero no del viaje de vuelta a Suecia. Después salió de la habitación sin disculparse y se fue. Tenía la cabeza demasiado llena de ideas excepcionales y brillantes para seguir hablando con la gente.

Ya reinaba la oscuridad, caía la nieve, sin viento; las farolas, agrandadas como bolas de Navidad. Miró a su alrededor en busca de un coche de alquiler y no vio ninguno. Pasaba un ómnibus y le hizo señas con la mano. El conductor le comunicó que no era una parada regular.
-Pero se ha parado- replicó Sofía sin darle importancia.

Como no conocía bien las calles de Estocolmo, tardó un rato en darse cuenta de que iba en la dirección que no debía. se lo explicó riendo al conductor, que la dejó bajar. Tuvo que volver a casa andando, con el vestido de fiesta y la capa y los zapatos, demasiados finos.

Las aceras estaban prodigiosamente silenciosas y blancas. tuvo que recorrer como un kilómetro y medio, pero descubrió encantada que al menos conocía el camino. aunque llevaba los pies empapados no tenía frío. Pensó que sería porque no hacía viento y por el embeleso de su mente y su cuerpo, del que nunca había tenido coincidencia y con el que sin duda podía contar a partir de entonces. Quizá no sea muy original, pero la ciudad parecía sacada de un cuento de hadas.




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